Conocí a mi amigo Enciso cuando íbamos a la universidad. Su nombre era Juan, pero todo el mundo le conocía por su apellido. Tenía un par de años más que nosotros y cuando tienes 17 años, esa pequeña diferencia de edad importa. Tenía mucha más experiencia que nosotros en diferentes ámbitos de la vida y aprendimos bastante con él. Pero lo mejor que tiene es su sentido del humor, muy personal, algo indescifrable a veces, pero inimitable.
Pero Enciso tenía un pequeño problema, al que en aquellos tiempos nadie daba mucha importancia: le gustaba beber. Vale, de aquella a todos nos gustaba beber. Bueno, más que beber, de lo se trataba era de emborracharse los fines de semana con los amigos. Lo habitual, ¿no? Con solo 20 años él, sin embargo, no era bebedor de fines de semana. A él le gustaba beber, no como a la mayoría de nosotros que buscábamos más bien el efecto de la bebida.
Con el tiempo, algunos de nosotros empezamos a apreciar el sabor de algunas bebidas alcohólicas más allá de su ‘efecto’, mientras otros dejaron de beber. Enciso siguió bebiendo más y más, sin importarle ya mucho el sabor de nada. Y entonces nos enteramos de lo de su situacion del pancreas.
Cada uno habíamos hecho nuestra vida, y solo le veía en contadas ocasiones, pero alguien cercano nos comentó que tenía problemas en el páncreas. La verdad es que a alguno de los que estaba en aquella conversación le salió un poco la risa, porque casi nunca oímos hablar del páncreas, de hecho la mayoría no saben ni para qué sirve. Pero según nos comentó nuestra fuente, estaba bastante mal de ese tema y no sabía muy bien qué iba a hacer.
Así que un par de semanas más tarde, cuando me pasé por la ciudad fui a verle. Debo decir que físicamente estaba muy mal, de aspecto al menos, pero hablaba con mucho sentido común y, por primera vez en mucho tiempo, le vi completamente sobrio. Me comentó acerca de su situacion del páncreas: no fue muy específico, pero aseguró que tenía arreglo. Y de beber, nunca más: ya llevaba 5 meses sin una gota.